miércoles, 25 de marzo de 2015

EL VINCULO ROMÁNTICO

¿El amor nace o se construye?
Consulté mi reloj y eché una mirada al río que serpentea por el corazón de San Antonio, observando las lanchas de excursión que pasaban serenamente. Esperaba a mi amiga Joyce, quien debía reunirse conmigo en un pequeño café para un desayuno tardío. Hacía un año que no nos veíamos, desde que ella se mudara a Texas para dedicarse a la abogacía. Y empezaba a parecerme que tampoco en esa oportunidad nos veríamos: ella estaba demorándose mucho y yo estaba nerviosa por el seminario que estaba dictando (mi excusa para visitar San Antonio), pues era el primero de la tarde. Estaba ya disponiéndome a marcharme cuando apareció Joyce y se dejó caer en la silla, frente a mí, algo desaliñada.
-Discúlpame por llegar tarde -dijo, con su encantador acento sureño-, pero tengo una excusa que te calentará los oídos. - Se inclinó por sobre la mesa para susurrar: -Desde que salí para ir al trabajo, ayer por la mañana, no había vuelto a mi casa. Por eso tuve que desviarme para cambiarme de ropa. He estado toda la noche despierta, haciendo el amor. Esta vez va en serio. Por fin me he enamorado de verdad. Ya sé que es muy repentino. Parece una locura, ¿no? Pero es amor.
Calló momentáneamente, mientras la camarera nos llenaba las tazas de café, y se lanzó en los detalles de su recién descubierto romance.
—Anoche tuve que asistir a una reunión de abogados de todo el Estado. Al anochecer vi a este hombre increíble: alto, muy rubio, muy elegante y con aspecto deportista. Así que me presenté. Nos fuimos juntos, y cuando cerró el bar él sugirió que fuéramos a cenar para seguir conversando.
Recorrimos un largo trayecto en automóvil para llegar a una parrilla estupenda, comimos unas costillas formidables, con pan de maíz y mucha cerveza... Un verdadero festín montañés. A medida que avanzaba la noche, nosotros seguíamos juntos, y terminamos volviendo a su hotel. Ya sé, ya sé... habitualmente soy demasiado rígida para amoríos de una sola noche, pero esto es diferente. El es tan amable y sensitivo... Nunca en mi vida había hecho el amor así. Realmente, estoy embobada. ¡He perdido la cabeza por completo!
Descubrí que mi mente divagaba; mis sentidos se habían vuelto hacia adentro, en tanto yo imaginaba las apasionadas escenas, una tras otra: una pieza bailada mejilla a mejilla, sábanas de raso arrugadas, el oleaje rugiendo sobre cuerpos entrelazados. Pero algo me interrumpió con un estremecimiento premonitorio. En vez de sentirme entusiasmada por su placer, me sentía extrañamente incómoda. Mientras repasaba el episodio, más tarde, en la fresca neutralidad de mi hotel, comprendí que la historia de Joyce me había perturbado de verdad. "Embobada", "ciega de amor", "arrebatada". ¿Acaso las palabras que usamos para describir la condición de estar enamorada cuentan otra cosa, tal vez un estado de confusión, desorientación y hasta de angustia mental? Me apliqué un buen sacudón, tratándome (le morbosa y envidiosa.
Terminado el seminario, volví a mi casa y no pensé en Joyce por un par de semanas. Entonces recibí una llamada telefónica que confirmó mis ominosos presentimientos.
—Pasé con él tres días y sus noches —sollozó—. A pesar de las velas, el vino y el romance, a pesar del sexo estupendo, para él fue sólo un amorío de una sola noche, sólo que más prolongado. Me siento tan estúpida, tan usada...
Suspiré, tratando de consolarla con máximas que comparaban a los hombres, con los peces del mar, tanto en número como en disponibilidad, pero ella no quedó convencida. Y yo tampoco. Sin embargo, eso me puso alerta. Comencé a prestar más atención a las señales que veía a mí alrededor. Lenta, pero seguramente, a medida que amasaba material y relatos, fui entreviendo una hipótesis primero, la certidumbre después, con respecto al modo en que las mujeres manejan (mal, con frecuencia) sus encuentros sexuales.
INFORMES DEL CAMPO DE BATALLA

Fue devastador. Conocí a ese hombre por medio de un amigo común. Las reacciones químicas estaban allí, y tras un par de días nos dijimos que estábamos enamorados y hablamos de vivir juntos. Yo no soportaba estar lejos de él; sola no me sentía completa. Al cabo de ocho semanas, él se marchó y yo me sentí espantosamente mal.
Nunca supe qué había pasado. Me sentí asqueada. Quería quemar las velas y renunciar definitivamente a los hombres. Me llevó un año superarlo.
Leslie, 38 años

Conocí a Fred en una conferencia. Me había divorciado hacía poco; estaba hambrienta de sexo y necesitaba desesperadamente un poco de intimidad.
Comenzamos a citarnos una vez al mes, en ciudades románticas. Sin maletas, ni teléfonos... ni futuro. Resultó que él era un fanático del trabajo, que sólo veía la luz del día un fin de semana al mes, y yo me había enamorado locamente de un hombre que, en realidad, no existía.
Jennifer, 34 años

Ah, allí estaba él, al otro lado del salón. El hombre que, según una amiga, era para mí. Yo acababa de romper con un amante después de mucho tiempo y me sentía más sola de lo que habría creído posible. Ese otro hombre era todo lo que yo deseaba: cálido, divertido, atractivo; teníamos la misma religión y nos interesaban cosas parecidas (salvo los deportes, que a él sí le gustaban).
Mi corazón palpitaba sin cesar. Teníamos poco tiempo para estar juntos, pero si él me lo hubiera pedido yo habría cambiado toda mi vida por él.
Pasamos la noche juntos; después, él volvió a su casa, en el otro extremo del país. Después de un año y medio, aún siento dolor cuando voy al restaurante donde estuvimos. A veces sufro. Me siento estúpida... Pero si no me hubiera arriesgado a enamorarme locamente me habría perdido una experiencia encantadora.
Joan 26 años

Tres historias, tres mujeres que intentaron torpemente hallar el amor, una relación sólida. Y sólo tres entre miles y miles. ¿Dónde estuvo el error? El molde es visible a simple vista, no requiere microscopio: una mujer conoce a un hombre, "se enamora", se acuesta con él y se enamora más profundamente... pero no encuentra, necesariamente, amor. Tal parece ser el modo en que las mujeres manejan sus encuentros sexuales: apasionada, pero equivocadamente. Mi certidumbre al respecto se ha centuplicado al investigar y escribir, pero me llevó años de análisis descubrir por qué actuamos así, por qué necesitamos tan desesperadamente perder la cabeza.

UN REFLEJO DE FANTASÍA

El hecho central (y la falla) de la sexualidad femenina es que, con demasiada frecuencia, negamos nuestra responsabilidad sobre ella: envolvemos nuestro deseo en un manto de romance, necesitamos "amar" para disfrutar del sexo. Esta simple triquiñuela, la exigencia de perder la cabeza, es tan omnipresente y complicada que aún se están librando batallas importantes en la revolución sexual.
Tardé en reconocer que algo andaba mal en nuestra  interminable necesidad de infundir pasión romántica a nuestra vida. Las consecuencias no estaban a la vista. Al principio, sólo me sentí intranquila, mientras desentrañaba mi propia necesidad de perder la cabeza» de dejarme  arrebatar. Pero descubrí que las mujeres pagamos un precio. Estamos confundiendo lo que deseamos con lo que la sociedad dice que deberíamos ser, y las complicaciones consiguientes nos llevan a relaciones insatisfactorias. Vemos mermada nuestra energía y perdemos las agallas. La falta de confianza sexual de una mujer desborda sobre el resto de su vida, la torna pasiva, dependiente.
El perder la cabeza es una estrategia sexual, un mecanismo para sobrellevar, que permite a las mujeres ser sexuales en una sociedad que se muestra, cuanto menos, aún ambivalente con respecto a la sexualidad femenina; cuanto más, condenatoria. Es una táctica inconscientemente empleada por las mujeres para obtener lo que desean (un hombre, placer sexual), sin verse obligadas a pagar el precio de ser clasificadas como ligeras o promiscuas. Perder la cabeza, es por lo tanto, una emoción falsificada, un fraude, un disfraz de nuestros verdaderos sentimientos eróticos que, por efecto de nuestra sociabilización, describimos como románticos.
Una de las fantasías más frecuentes entre las mujeres es la de perder la cabeza por el hombre de sus sueños. Estallan fuegos artificiales, se agitan las olas, las rodillas se aflojan y dos corazones laten al unísono (¡hasta la mañana siguiente!). Eso está arraigado en nuestra cultura, esa noción del escalofriante éxtasis de la pasión. Está a la vista por doquier: en las canciones, en las películas, en la literatura y la propaganda.
Obviamente, es la vertiente principal de los escritores de romances. Dos ejemplos tomados de los montones de ediciones baratas que atestan los puestos de venta: "Sus labios descendieron sobre los de ella, barriendo con los miedos y la infelicidad"; "cuando Britt aceptó la misión de reemplazar a Philippe, sólo trataba de asegurarse el codiciado puesto de jerarquía en La Re Bue. Pero pronto se ve arrebatada por una atracción abrumadora; súbitamente, nada importa".
Una editorial ofrecía una serie de novelas románticas proclamando: "¡Te sentirás arrebatada!" Los titulares de los periódicos vociferan: "Liz loca de amor" (o Debora, o Brooke, o quien sea). Hace poco, la revista Glamour preguntaba: "¿Alguna vez te has dejado arrebatar por algo más que flores o bombones... por un gesto maravilloso e inesperado que te hiciera creer otra vez en el amor? ¿Alguna vez perdiste la cabeza?" A continuación invitaba a las lectoras a presentar un relato romántico de la vida real (de trescientas cincuenta palabras, cuanto más), ofreciendo pagar cincuenta dólares a los que fueran publicados. Perder la cabeza podría haber sido la traducción del título que llevó una película de Lina Wertmuller (Swept Away), donde se cuenta la historia de una mujer independiente que, al naufragar con su sirviente en una isla desierta, se convierte en merengue cuando él pasa a ser su autoritario amante. Los cantantes parlotean interminablemente sobre viajes a la luna con alas de gasa y enloquecimientos de amor.
Nos amamantan con cuentos de mujeres arrebatadas de pasión de un momento a un mundo donde será feliz por-siempre-jamás; Así desarrollamos un reflejo de fantasía. A la menor insinuación de que Cupido anda cerca, empezamos a conjurar visiones. Nos aferramos a un hombre silencioso, de ojos oscuros, mientras galopamos juntos sobre desiertos iluminados por la luna, a lomos de su plateado potro árabe. Navegamos en un crepúsculo en tecnicolor, por aguas de azur, con un viril capitán al timón.
Anidamos, envueltas en pieles, en el asiento trasero de la limusina más larga y más lustrada, mientras un suave astro del cine, de clarísimos ojos azules, nos susurra naderías al oído... Rhett Butler, tomando a Scarlett O'Hara en sus brazos para arrebatarla hacia el éxtasis por una gran escalinata.
Nos vemos constantemente bombardeadas con el mensaje de que el romance es la meta última para toda mujer y la única explicación racional de su deseo. En cuanto una mujer siente cosquillas físicas por un hombre, las transforma en un drama romántico; maravillosa, jubilosamente, comienza a dejarse caer en el amor porque está excitada. Se deja transportar y transformar; así pierde la cabeza.
Pero cuando una relación se inicia en una fantasía y no en una esclarecida comprensión de quién es quién, qué desea y qué espera cada uno, las ilusiones están condenadas a derrumbarse. Intercambiamos los breves momentos de euforia que obtenemos al "enamorarnos" por largas horas de depresión, enfado y hostilidad, cuando la cita no sigue el curso ficticio que habíamos planeado.
Somos mujeres de carne y hueso; no vivimos en una novela romántica, sino en un mundo poblado de héroes que no van a representar el papel de héroe gallardo en el apasionado libreto por nosotras escrito.
Por lo tanto, el aura romántica es falsa y lleva a confusiones. Nos engañamos con respecto a lo que significa nuestra experiencia. Al negarnos a reconocer el reclamo único de nuestra naturaleza sexual, nos negamos a ser plenamente responsables. Entregamos nuestra sexualidad al hombre de nuestra vida, lo hacemos responsable por nuestra sumisión a ellos. Nos tornamos pasivas y dependientes. No haremos el amor a menos que nos seduzcan hasta hacernos perder el control. Si no podemos controlarnos, no se nos puede culpar por nada. Usamos ese síndrome para  inyectar en nuestra vida la emoción del romance, porque nuestra existencia aún está sujeta a las restricciones impuestas a nuestra condición de mujeres, de sexo femenino.
Esta teoría no es nueva ni carece de respaldo. Cuando quiera dije a amigas o colegas el título de este libro, el reconocimiento fue instantáneo. Nadie necesitó una prolongada explicación: la cosa se entendió de inmediato.
Educadores, terapeutas, psicólogos y sociólogos han aislado esa conducta: es un aspecto identificado y reconocido del juego sexual. Algunos fragmentos que contribuyen a mi teoría han permanecido agazapados en la bibliografía sobre sexualidad humana desde hace veinte años.
En los libros de texto hay docenas de referencias al modo en que las mujeres se dejan atrapar en la negación de su sexualidad. Por ejemplo: James McCary, en su texto universitario Human sexuality, descubrió que una mujer debe "perder la cabeza" para no "planear" el sexo. La distinguida socióloga Creer Litton Fox, en su investigación sobre las normas culturales que controlan la sexualidad femenina, descubrió que una mujer soltera, para permitirse una relación sexual, debe estar "tan incontrolablemente enamorada que se vea virtualmente arrebatada por las pasiones espontáneas e incontenibles de ese momento en particular". En el terreno del planeamiento familiar, esto fue reconocido antes, pero sin definirlo como tal. Pamela Lowry, en su estudio de 1971 sobre paternidad planeada, por ejemplo, tenía perfecta conciencia de esto al escribir:
"Los años de adoctrinamiento con el lema de que 'las niñas buenas no hacen eso’ imposibilitan a muchas jóvenes el aceptar una relación a menos que sean 'arrebatadas' o 'seducidas', pero no llegó a formularlo plenamente."
Tuvo que ser Nancy Friday quien identificara el problema y le pusiera nombre. En su libroMy Mother/ My Self, al examinar el modo en que las mujeres iniciaban su vida sexual, sin la protección de métodos anticonceptivos, decía: "Fijémonos en el modo tonto, misterioso, casi suicida, en que las mujeres ingresan en el sexo. Eso expresa que la solución a nuestro problema es no tener que enfrentarnos a él en absoluto. Es el gran fenómeno de perder la cabeza."

UN PRIMER PASO

Quiero estar segura de jugar con el mazo completo, de entender qué mensajes sexuales estoy transmitiendo y qué significan los mensajes sexuales cuando los hombres los devuelven.
Patricia, 27 años

Estoy convencida de que sólo cuando nuestra cultura acepte cómodamente el hecho de que el sexo es una parte integral de toda vida humana, sólo entonces podremos las mujeres enfrentarnos a nuestra condición femenina y sexual sin perder la cabeza. Al examinar el modo en que encaramos la sexualidad, en un mundo donde perduran los mensajes y las reglas discriminados, no puedo ofrecer grandes teorías de salvación, fuera del conocimiento de una misma. Sólo espero desmantelar estas insidiosas restricciones, arrancarles su poder y su influencia, para que las mujeres puedan ver de dónde provienen el conflicto y la ambivalencia. Quiero que comprendamos las raíces de nuestra conducta: las históricas, las psicológicas, las culturales y las biológicas.
Mi primera ambición es proporcionar la oportunidad para que las mujeres estudien sus propios conflictos sexuales y elaboren sus propias soluciones basándose en análisis inteligentes; quiero que los hombres tengan la oportunidad de comprender por qué las mujeres actúan como lo hacen. Para ambos sexos, quiero la oportunidad de "jugar con el mazo completo".
Para ese fin, llevo más de una década reuniendo material. He hablado con profesionales y expertos en psicología, biología social, sociología, antropología y sexualidad humana, mi propia especialidad. He recopilado e interpretado cientos de páginas, tabulado estadísticas y perseguido referencias.
Pero en el análisis final, la poderosa necesidad femenina de perder la cabeza se reconoce mejor dejando que la gente misma hable de sus emociones y de su conducta.
He enviado cientos de cuestionarios, dirigido talleres, grabado entrevistas. Me han llamado mujeres de todo el país (amigas y amigas de amigas, así como perfectas desconocidas); he recibido largas cartas escritas a mano en que me abrían su corazón. Este libro es el libro de todas ellas; estas preocupaciones, sus preocupaciones.
Hasta ahora, nadie ha estudiado íntimamente el modo en que esa necesidad de perder la cabeza nos hace sentir con respecto a nosotras mismas, cómo daña y limita nuestras vidas y las de los hombres con quienes tratamos de relacionarnos de esta manera torpe y rudimentaria. Se ha prestado escasa atención al modo omnipresente y destructivo en que han arraigado en nuestra cultura, a lo profundamente que influye sobre nuestra opinión con respecto a los hombres, el sexo y el amor. Nunca hasta ahora, habían expresado tantas mujeres, con su propia voz, el dolor y la confusión, la miserable infelicidad que provoca, al fin de cuentas, el perder la cabeza, a pesar del arrobamiento inicial.
Este libro trata de sexo, poder y cambio. De viejos mensajes y nuevas incomprensiones. De dónde venimos, de cómo llegamos allí y adonde ir. Es un informe elaborado en los campos de batalla de nuestra revolución sexual, en todo el país.
Creímos que la revolución sexual nos liberaría, igualándonos a los hombres, llevándonos a entender al sexo opuesto. Veinte años después, no nos sentimos libres ni iguales. Los cambios siempre han asustado a algunas personas, enfadado a otras y vigorizado a unas pocas. A veces, la frontera entre liberación y soledad se borronea. Hombres y mujeres libran la batalla de los sexos desde tiempos inmemoriales, pero aun así, han logrado alcanzar mucho amor, devoción, compañerismo. Confío en que, con un poquito de paciencia, mucha penetración psicológica y verdadera voluntad, podamos resolver las cosas.

Perder la cabeza

 Carol Cassel


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